Lágrimas de Alegría
En mi época los insultos de índole sexual no eran los más dolorosos. Tan humillantes para una mujer eran la condescendencia, el aniñamiento o la burla intelectual

El mundo se inventa con cada juventud, que a menudo ignora lo que ocurrió veinte años antes. A mí ahora me preguntan por “mi época”. La expresión, tu época, lleva implícita la idea de que la vida, más allá de las décadas juveniles, es como una mera resaca de lo que fue y que luego sobrevives habitando la época de otros. Cuántas veces me gustaría decirles que la mente viaja más lenta que el cuerpo y que sigue respirando en mí y en cada persona madura aquella joven que fue. A las más jóvenes del lugar me gustaría decirles que en mi época (que fue la de anteayer y no el Siglo de Oro) las mujeres que teníamos una presencia pública del tipo que fuera también recibíamos ataques tan insultantes como los que ahora se denuncian. No eran los sexuales los más dolorosos, aunque ahora lo sexual se catalogue casi como única forma de abuso; tan humillantes eran para una mujer la condescendencia, el aniñamiento, el que tu voz fuera ignorada o la burla intelectual. Ahora que he atravesado varias épocas de la vida, me doy cuenta de que de ser tratada como una chiquilla se pasa, con la misma fugacidad que el tiempo, a la condición de mujer que ya no rige bien. Todo esto relacionado en el inconsciente colectivo con la sangre. En los años en que la expulsamos, nuestra sensibilidad es juzgada por los períodos, y en los que dejamos de tenerla cualquier rasgo de carácter es interpretado como mal humor por su ausencia.
A las más jóvenes del lugar les diría que ahora las redes viralizan el insulto, pero que en mi época, más pronto que tarde te acababas enterando de que en tal o cual periódico se hacían unos chistes jugosos sobre ti. Aunque quisieras cerrar los ojos, siempre acudía un buen amigo que te susurraba al oído lo que de ti se comentaba. Sospecho que hay un pequeño placer envuelto en buena voluntad en ser el mensajero de las malas noticias. Con el tiempo he aprendido a cortocircuitar también al informador: si estás delante, le digo, y eres un buen amigo, defiéndeme, pero no me lo cuentes, no me metas el mal en el cuerpo.
A lo largo de esta carrera de obstáculos que es la vida pública he sido testigo de linchamientos bien organizados desde varios medios: antaño el mal viajaba más lento, pero se las apañaba para encontrar a su víctima. Un día, si nos dejan espacio, las de otra época podríamos relatar los ataques de un pasado no remoto, por más que ahora la vida sin redes parezca el pleistoceno. Es cierto que hoy la maledicencia se expande a la velocidad tecnológica, que no humana, pero también que han ido surgiendo eficaces guerrillas de defensa y ataque para quien está siendo ultrajada. Antes sufrías el acoso más sola que la una, dejando a un lado el consuelo de los tuyos; hoy hay un batallón de mujeres, hombres también, dispuesto a frenar la violencia. Recuerdo que hace unos ocho años recibí un zarpazo misógino de un tipo de extrema derecha, era la única manera en la que este hombre ejercía el arte de discrepar. Alguien me avisó, por si en este caso particular quería defenderme, pero no hizo falta: hablaron por mí un grupo de colegas que enviaron su rayo paralizador al agresor (gracias, Noemí López Trujillo). Nunca me había sentido protegida tan eficazmente, experimenté una especie de paz emocional.
El otro día contemplamos a la ministra Pilar Alegría al borde de las lágrimas por los mensajes humillantes que recibió respecto a una supuesta noche toledana en Teruel del exministro Ábalos. Me gustaría transmitirle que la grosería de índole sexual solo define a quien la usa, y que no ha de ser en absoluto la más hiriente. Groserías machistas recibe una mujer aún en los años en los que ya no es objeto de deseo para mentes sucias. Tenemos el deber de denunciar el ataque, pero también de transformar las lágrimas en expresión de alegría porque una mujer, más ejerciendo poder, no está sola ante este tipo de injurias, como ocurría en mi época.
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